
La dimisión de Mazón como presidente de la Generalitat Valenciana, un año después de que se produjeran los luctuosos sucesos por la Dana, ha venido a demostrar cómo una vez más la ética y la política deben ir de la mano. Venir ahora a dimitir, cuando la presión judicial y las noticias de los medios de comunicación ponen cada vez más clara su negligencia, parece que se hace un poco forzado. Dimitir ahora, cuando se ha desmontado un año de versiones creadas sobre la mentira, tiene menor valor que si lo hubiese hecho en su momento.
Y si todo esto no era suficiente, el ínclito Mazón se presentó como víctima. Sin pudor alguno, afirmó que había pensado en su dimisión mucho antes; sin embargo, se sabe bien que durante todo un año ha estado mostrando un perfil arrogante y falto de empatía. Este hombre, que como huida hacia delante, solamente hablaba de que su prioridad era la recuperación de los problemas materiales creados por las catástrofes atmosféricas. Una persona que tardó cinco meses en reunirse con los familiares de las verdaderas víctimas es, cuanto menos, sorprendente.
Sorprendente (por no decir sarcástico) también resultó que, tras su dimisión, todos aquellos que le aplaudieron a rabiar unos días antes hayan mantenido silencio. Porque esa actitud de aplaudir al jefe y de callar cuando deja de tener poder suena muy mucho a comportamientos feudales. Y en ello puede que tenga algo que ver el modelo en el que los partidos ejercen su poder. Las cúpulas de los partidos determinan, en muchas ocasiones, qué asuntos tratar y cómo tratarlos hasta en el más diminuto de los pueblos de España. Los concejales y concejalas que se atreven a cuestionar algunas de esas propuestas son, cuanto menos, tachados de heterodoxos, cuando no de díscolos. Sobre ellos empieza a caer como una especie de maldición divina por la cual poco a poco les van segando la hierba bajo sus pies. Ese comportamiento tiene mucho que ver también con la forma histórica de ejercer el poder, con claras reminiscencias del sistema caciquil.
Esto no es de extrañar para nada en partidos conservadores, donde su propia idiosincrasia (defensa de los tradicionalismos en las estructuras de poder, de la política del pan y circo) es el ABC de su ideario y de su método de hacer política. Sin embargo, se nos antoja que esa forma de actuar en los partidos progresistas o de izquierdas genera más contradicciones que causan mella entre los propios votantes e, incluso, entre los militantes. Muchas personas a veces no pueden entender cómo se puede permanecer callado por un interés estratégico ante determinados casos flagrantes de malas praxis políticas. Quizás, por ello, cualquier asunto salpicado por la corrupción o por malas prácticas daña más a los partidos progresistas que a los conservadores.
En la izquierda, hoy en día, los componentes o vectores ideológicos se basan en todo lo que es la defensa de la igualdad (tanto de género como de oportunidades), en la defensa y cuidado del medioambiente y la sostenibilidad, en la defensa de unos servicios públicos de calidad que garanticen esa igualdad para vivir dignamente, en consolidar unos derechos laborales, etc. Como escuché una vez decir a Julio Anguita: en la defensa de los derechos humanos. Pero se nos antoja que, en el frontispicio de ese constructo ideológico de la izquierda, debe figurar con letras prominentes el término ética.
Los estoicos señalaban cuatro virtudes para un cargo público: la sabiduría, la justicia, el coraje y la templanza. Tenerlas permitiría servir con imparcialidad, tomando decisiones correctas y sabiendo gestionar desde posiciones de poder sus pasiones, manteniéndose íntegro ante las presiones. Todo lo contrario, al espectáculo que los Koldos, Ábalos y demás están propiciando.
Porque, sin duda, un comportamiento ético llena de sentido la participación pública para el desarrollo de la sociedad. La ética en política resulta incompatible con el amparar o tan sólo obviar cualquier conducta que, por acción u omisión, suponga un perjuicio para el bien común. Con un comportamiento político ético ponemos en valor la defensa del bien común. De no ser así, lo que imperaría serían única y exclusivamente los intereses espurios individuales, incluidos los que acuden a la vida pública para enriquecerse o tan sólo para tener un minuto de gloria.