El Bar Sevilla, el paraíso del pescaíto frito.

Con el pescaíto frito como estandarte, el mítico Bar Sevilla, conocido por todos como la freiduría del Gallego estuvo en Tarifa más de medio siglo ofreciendo grandes fuentes de tan apreciado manjar. Papelones de pescado, morralla y dejando un buen sabor de boca a generaciones de familias.

Era un lugar lleno de historia y tradición, donde los aromas del mar y el sabor de la buena comida se entremezclaban en el aire.

Desde los años 60 hasta su cierre, este bar fue punto de encuentro de lugareños y de los visitantes que buscaban degustar los mejores fritos del pescado del Campo de Gibraltar.

Los tarifeños se reunían allí después de una larga jornada de trabajo, ansiosos por disfrutar de estos platos tan tradicionales que sólo podían encontrarse en este lugar tan especial.

 

El Bar Sevilla regentado por José Muñiz Maurelo, conocido por todos por Pepe “el Gallego”, echó andar hacia los años 54 y 55 y cerraría sus puertas hacia el año 95, tras jubilarse Pepe con 65 años.

 

Aquel pequeño establecimiento, hoy churrería “La Palmera”, ubicado en una de las calles más pintoresca del centro histórico emanaba un aroma irresistible que atraía a los comensales desde lejos. La receta secreta de la familia propietaria era bien sencilla, aplicar mucho tesón, mucho trabajo y mucho cariño.

 

El bar era un espacio pequeño pero muy acogedor, con una barra de madera gastada por el paso del tiempo, que luego se convertiría en aluminio y con pequeñas mesas de mármol blanco donde los comensales compartían risas y anécdotas.

El propietario, hombre de mar dedicó gran parte de su vida a la pesca y conoce a la perfección todos los secretos para obtener los mejores productos del océano.

José nació en Galicia, en la Coruña, en el Boiro, un 4 de marzo de 1931 y fue a la edad de 18 años cuando se embarca en un petrolero noruego para recorrer más de medio mundo, conociendo las Américas, Australia y pasando varias veces por el canal de Suez. Una vez terminada esta aventura conocería en Tarifa a la que fue su mujer, Manuela Sánchez Collado y junto a su familia trabajarían incansablemente este bar tan popular durante más de 40 años al frente.

Pepe se levantaba bien temprano, había que preparar e ir a comprar a las lonjas de Cádiz, Algeciras y a la de Tarifa el buen género y encontrarlo al mejor precio.

La harina venía de Chiclana, de una calidad estupenda y especiada. Como esa… ninguna para rebozar en un cajón pulpitos, calamares; chocos, puntillitas, lenguados, merluzas, jureles, acedias y cualquier tipo de pescado fresco que estuviera bien para la venta. Hasta langosta frita, de la que José reconoce que se hinchó a vender “a punta pala” a los marineros que por entonces estaban en las lanchas torpederas de nuestra antigua estación naval.

 

El aceite que se utilizaba era el de girasol, garrafas de 25 litros que le traían en un camión todas las semanas de la Línea de la Concepción. Para los bilbaínos, marineros cuyos barcos estuvieron muchos años por aquí para la pesca del voraz, les encargaba barriles y barriles de buen vino de Valdepeñas que tanto le solicitaban.

Casi 100 kilos de pescado vendía diariamente. Por eso no es extraño que se hiciese tan popular en la hostelería tarifeña y que los domingos estuviera su local lleno hasta la bandera, con mucha gente de la vecina ciudad de Algeciras, sobre todo, médicos del hospital Punta Europa, muchos ATS y trabajadores de la propia Residencia, según reconoce su antiguo propietario.

Una de sus especialidades eran las gambas fritas, jugosas y marinadas con el sabor auténtico del mediterráneo. También se podían encontrar otros manjares como los nombrados anteriormente, siempre acompañados de una buena cerveza fría o una copita de vino dulce.

 

La antigua freiduría del Gallego fue un local realmente icónico en la ciudad. Durante décadas, se convirtió en el lugar favorito de los lugareños y visitantes para poder disfrutar de deliciosos pescados fritos en forma de grandes bandejas de aluminio llenas como si fuese una montaña y que se regaban con esas famosas jarras de cerveza de medio o de un litro.

Con Pepe trabajó entre otros camareros durante muchos años Antonio Muñoz Meléndez, el del bar Playa Blanca.

Se nos viene a la memoria esa ventana que daba al exterior llena hasta arriba de fritura y más fritura de pescado y que muchos aun recordamos con cierta nostalgia y cariño.

El nombre del Bar  “Sevilla” le viene dado por su gran afición al club futbolístico de sus amores.

Pepe me confiesa que además tiene otra de sus grandes pasiones que son los gatos. Y es que aún sigue alimentando a diario con pienso cerca de su casa, como lo hacía con las “mijitas” que sobraban diariamente en su freiduría.

Pepe siempre ha sido una persona muy solidaria, siempre le daba de comer a quién no tuviese dinero. El pensaba que mientras hubiese pescado siempre podría haber un papelón para dar.

Para freír, no crean que es sólo echarlo, hay que tener una “mijita” de arte. Hay que lograr la temperatura óptima para que quede crujiente por fuera y jugoso por dentro. No es fácil, dice Pepe, que cuenta orgulloso transmitir su saber a sus cocineros o ayudantes.

Los clásicos productos seguían copando las mayores ventas: la pescadilla, la merluza, las gambas y los chocos.

“Ya ahora se ha perdido se han perdido “las mijitas”, los trozos de pescado que se rompían al sacarlos de las inmensas perolas que se utilizaban para freír antes de que llegaran las freidoras eléctricas. Pepe señala que ya no hay “mijitas” porque el pescado no se parte al freirlo, pero recuerda como era uno de los atractivos en los años 60 para los jóvenes que llegaban desde los cines, con más hambre que dinero en los bolsillos”.

El local contaba entonces con una cocina abierta, donde se podía observar cómo los pescados recién capturados eran limpiados, harinados y finalmente sumergidos en la sartén de aceite caliente. El sonido característico de ese crujir al cocinarlos generaba una expectativa entre los clientes que aguardaban impacientes su pedido.

Los papelones de pescado eran una especialidad única. Consistían en pequeñas porciones de pescado, previamente adobadas con una mezcla de harina, que luego se freían hasta alcanzar esa textura crujiente y dorada que los hacía irresistibles. Sin darse cuenta ni promocionarlo estos papelones se convertían en una auténtica delicia para el paladar de quienes los probaban.

La popularidad de este lugar no sólo se debía a la calidad de su género y abundancia sino también a la familiaridad y el encanto que brindaba el local. La antigua freiduría era un espacio acogedor, donde los clientes se sentían como en casa. La paredes revestidas de azulejos, con una gran colección de mecheros tras la barra y el personal amable y atento creaban una atmósfera única y encantadora.

Aunque muchas cosas han cambiado desde aquellos tiempos, el legado de este bar y sus grandes fuentes de pescado frito aún perdura en el recuerdo de quienes tuvieron la suerte de saborearlos. La tradición culinaria y el amor por la cocina de mar siguen vivos en otros establecimientos de alimentos, pero ninguno ha logrado igualar la experiencia única que ofrecía este lugar.

En cada esquina del bar se escondían historias y tradiciones transmitidas de generación en generación. Los habitantes del pueblo recuerdan hoy con nostalgia cómo sus padres y abuelos les llevaban al bar desde que eran niños, convirtiendo esta freiduría en un rito de paso y un vínculo intergeneracional.

Se podría decir que el antiguo bar “Sevilla” fue más que un simple local de comida. Un símbolo de nuestra tradición y buen gusto que dejó una huella imborrable en la memoria de tantos tarifeños y foráneos.