Las fiestas son una catarsis colectiva, como una especie de liberación de problemas, disfrutando con los demás de bailes, coplas y viandas. A estas celebraciones no escapa ningún pueblo, y, por supuesto, para cada uno la suya es la mejor, quizás porque es la que guarda en el baúl de la memoria: sensaciones, recuerdos… que la hace ser única. Son días de jolgorio y júbilo, pero, también, para muchas personas son días de recuerdos de seres queridos con los que se compartieron momentos de alegría y felicidad.
Recuerdo la feria de mi infancia lejana, pero al mismo tiempo cercana y ello me muestra de manera sencilla lo liviano de nuestra existencia. Recordarla es revivir los prolegómenos de las fiestas, acudiendo casi a diario a la Alameda, en esos últimos días de verano, sin colegio, a ver qué “cacharritos” habían montado. La Alameda se convertía en el centro del pueblo y la feria parecía hacerla crecer en tamaño para abarcar al gran público que, falto de diversiones diarias (no como sucede ahora), esperaba esos días como algo muy especial. Los olores de la madera quemada al roce de “las cunitas”, el ruido rítmico de aquella pequeña “noria del tatarachín”, los colores mezclados de los muñecos y coches del carrusel… todas estas atracciones aún en su mayoría eran movidas por la fuerza humana, aunque también estaban esos tiovivos mecánicos que te hacían piloto de coche o moto, bombero, o simplemente te permitían montar en un cisne. Otras atracciones para los mayores componían ese escenario de felicidad. Un gran carro de “las patá” que se elevaba a las nubes y donde el crujir de sus cadenas parecía que en cualquier momento uno de sus asientos podía salir despedido hacia el cielo. Una Ola, cuyas focas y ollas eran las preferidas. Y cómo no, los coches de choque con su colorido.
Era una época que salía de una gran penuria, la cual aún duraba en determinados sectores sociales. Por ello, las tómbolas aún servían para generar la ilusión de conseguir un objeto deseado (ahora se compra y se tira a diario). El “tirapichón” ofrecía a los más diestros y certeros en el disparo ganar unas bolas de caramelos o unos chicles, y a los mayores obtener un purito o botellita de licor. Muchos de estos establecimientos pertenecían a familias que también endulzaban la vida de los tarifeños y tarifeñas con sus “puestos de turrón”. ¡Cómo me gustaba pasar por el arco de la Alameda y encontrar en la calle Colón un par de estos puestos! Gente entrañable que venía a Tarifa año tras año, y que hacían gala de la amistad de muchos vecinos y vecinas. Hoy, algunos de sus descendientes siguen alegrando los veranos de los más pequeños, también en la Alameda.
Plazas y callejuelas se llenaban de gente. Los bares hacían su agosto en septiembre. Las codornices y piezas de cacerías eran codiciadas. También, algunas tiendas de comestibles se convertían en bares para dar respuesta a la demanda: papelones de chacinas, cervezas y refrescos llenaban las mesas.
La Feria era casetas y, junto a ellas, para la mayor parte del pueblo era “el baile”: una caseta municipal para las familias que no tenían casetas privadas. Feria era también escuchar los cantes populares del chacarrá y ver bailar a la gente el fandango tarifeño, que, afortunadamente y gracias al trabajo de muchas personas, hoy se mantiene. Feria era comer unos pinchitos morunos que preparaban vecinos de la orilla de enfrente del Estrecho, gente trabajadora que cada septiembre volvía a nuestras vidas. Feria eran esas primeras cantinas modernas de acero inoxidable que traían los primeros asadores de pollos. Y cómo no, Feria eran los churros al terminar la velada que, tras salir calentitos de los puestos frente al mercado de abastos, se tomaban en los cafés de la zona, que a diario eran el lugar de encuentro de quienes madrugaban para el trabajo.
Pero la feria muy especialmente era, es y será esperar la Cabalgata el primer domingo de septiembre. Aseados y con nuestras mejores ropas, recibíamos a la patrona: la Virgen de la Luz. Y al igual que las fiestas de un pueblo son las mejores recordadas para sus vecinos, la veneración a su patrona es la mayor, ya que en ella se concentran no sólo esos momentos de fiestas. También, íntimamente ligado a esa advocación, se marcaron en nuestra memoria emocional sentimientos de protección, cariño, etc. que afloraban cuando nuestros padres y madres nos cuidaban al enfermar, y no dudaban en dejar debajo de nuestra almohada la estampita recogida al pasar por “debajo del manto”.
Tras la Alameda (que terminó quedándose pequeña), otros lugares han servido de recinto ferial: la zona de la Plaza de Toros, la Huerta del Rey, el campo de fútbol viejo, la zona de la Marina al lado de la gasolinera y el actual recinto aún más lejos, han servido de escenarios para tantas ferias, que cada persona en su infancia, adolescencia o madurez habrá vivido y que recordará con el paso del tiempo.
Ahora que se inicia esta feria, he querido compartir estos recuerdos. Porque compartir estas vivencias es mantener vivos a nuestros seres queridos con los que disfrutamos en esas ferias de nuestra infancia. Feliz Feria.