La última columna de Desde la Atalaya hablaba de recuperar, las señas de identidad, lo esencial de un pueblo. Justo cuando la escribía, Tarifa al día publicaba la noticia de que Comisiones Obreras alertaba de la posible desaparición de la última conservera tarifeña. Concretamente, el sindicato manifestaba que “la última fábrica de conservas de Tarifa no puede desaparecer por la lentitud de la administración a la hora de tramitar los permisos urbanísticos pertinentes para dar cobertura legal a la nueva ubicación de sus instalaciones”. Es decir, la actividad conservera de pescado en Tarifa peligra por la paralización de los trámites para el traslado de la actual fábrica (situada en el antiguo Consorcio Almadrabero en La Chanca) a otros terrenos. Esta preocupación es compartida por el PSOE que, tras reunirse con el sindicato, señala la falta de prioridad que se le está dando por parte del equipo de gobierno de PP y NAT a dicha tramitación.
Lo cierto es que esta noticia implica muchos elementos a tener en cuenta. De una parte, las conserveras son una de esas señas de identidad de Tarifa, como de otros muchos pueblos del litoral gaditano. Tarifa aglutinaba distintas industrias donde el arte de la cocción del pescado y de la salazón del mismo era transmitido de generación en generación desde la noche de los tiempos. Todavía se recuerda las mojamas y huevas colgadas en las cañas en las fábricas, los bonitos al sol…esta actividad casi se ha perdido en el pueblo, aunque aún quedan algunas personas que a nivel familiar siguen secando y salando pescado como una sabiduría que se resiste a desaparecer. Por el contrario, otros pueblos vecinos no sólo lo han conservado, sino que lo han potenciado y lo han hecho un elemento importante en su estructura económica.
Y esta es la segunda vertiente: la económica. Tras distintos procesos, todas las marcas trabajan bajo una misma dirección y se hacen hueco en un mercado muy competitivo a base de ofrecer productos de primera calidad, y, por ello, son parte de la economía local. Los hombres y mujeres que lo hacen posible son, de una parte, reflejo de esa huella histórico-antropológica que nos une al mar. Pero también tienen en esta actividad una fuente de ingresos. Afortunadamente, hoy en día es un trabajo acorde a otros; aunque no deberíamos olvidar que, durante décadas, trabajar en la industria conservera, suponía un gran esfuerzo y unos ingresos mínimos, a pesar de ser una industria que ayudó mucho en los tiempos de penurias.
Por ello, que la producción conservera de pescado pueda verse en peligro debido a la paralización o retardo en la gestión municipal, sería una muestra más que evidente de cómo los poderes políticos han perdido el norte en nuestro pueblo y solamente potencia o impulsa aquello que genera pingües beneficios de manera rápida y para unos pocos. Sin duda, mostraría la falta de perspectiva de un gobierno que no apuesta por la diversificación económica y lo deja todo en manos del libre mercado en la actividad turística y convirtiendo a su pueblo en un lugar donde sus propios hijos no pueden vivir y se tienen que marchar fuera. Es decir, que no sólo supone destruir una fuente económica, sino también borrar parte de nuestra esencia como pueblo.
Este asunto de la conservera debería ser prioritario para un gobierno y un pueblo que quiera mantener sus señas de identidad. Y es que, para ello, no basta con un cartel de feria, por muy bonito que pueda ser, donde figuren elementos del tipismo y del folclore, por más que a este gobierno y sus cargos de confianza den buena muestra de que esa Tarifa (la de las fiestas), les importa mucho pero que mucho. Esperemos que también les importe la Tarifa de las trabajadoras y trabajadores del sector conservero que durante siglos han formado parte de la historia colectiva y se pongan manos a la obra para conservar la industria conservera.