Hace unos meses, cuando empecé esta colaboración con “Tarifa al Día”, escribí una columna bajo el título “la mujer del César”. En ella, intentaba reflejar la necesidad de la máxima transparencia en la gestión de los asuntos públicos, por salud democrática. Quién me iba a decir que ese título volvería a estar de actualidad con los hechos acaecidos en las últimas semanas en torno a la figura de la mujer de Pedro Sánchez, al que algunos medios de comunicación y partidos conservadores tachan además de cesarismo.
Creo, y es mi modesta opinión, que el primer interesado en que todo se aclare será, sin duda, el presidente del Gobierno. Considero, también, que si, tras los días de reflexión, ha dado el paso de seguir adelante es porque se sienten con las fuerzas suficientes y seguro de que los acompaña la razón y la legalidad. Todo ello (me imagino) tras haber realizado las consultas pertinentes sobre las denuncias que le han interpuesto a su mujer y comprobando la falsedad de las mismas. Entiendo que sería muy poco probable que si Sánchez y su esposa creyeran que algunas de sus conductas han podido traspasar la legalidad o tan siquiera tienen falta de ética, hubiese dimitido y continuaría su vida personal sin mayor presión.
Resulta obvio que todo el proceso que se avecina en los próximos meses en torno a la vida política nacional girará, una vez pasada las elecciones catalanas y europeas, alrededor de las comisiones creadas por unos y por otros para investigar los posibles casos de corrupción y de aprovechamiento personal de la política.
En este escenario se debería confiar en los mecanismos del estado de derecho; y si no, incluso en los mecanismos de los tribunales internacionales. Cuando uno está libre de haber cometido alguna irregularidad, si la justicia española no lo ve así, se puede llegar hasta el final en sus reclamaciones. Ya sucedió con Podemos, que cuando estaba siendo acribillado política y mediáticamente los tribunales de Justicia dictaminaron falsas todas las denuncias que les habían puesto. Algo que ya sirvió de poco, pues el daño de su imagen estaba hecho.
Que la ciudadanía confíe en los mecanismos de control de un sistema democrático debería ser una de las premisas de esa regeneración democrática de la que habla el presidente del Gobierno. Si esto funcionan, la democracia tendrá más reputación entre la ciudadanía. Y ello debe afectar desde los cargos de mayor responsabilidad del Estado hasta los cargos municipales.
Por ello, en esta situación, es inimaginable que en un pueblo un concejal pueda estar ejerciendo su cargo sin poderlo hacer. Como imaginable sería que un concejal de urbanismo despachase asuntos con la empresa donde trabaja su mujer. O tan siquiera que votara estos temas en el ejercicio de su cargo. Y es que esto queda lejos de que pueda pasar, ya que, si así fuese, los controles democráticos primero del funcionariado del propio Ayuntamiento y luego de los grupos de la oposición lo mostrarían como algo denunciable. Y es por eso que se debe tener confianza en la honestidad de los cargos públicos, todos ellos sujetos (si cabe aún más que los ciudadanos de a pie) a un férreo control de sus conductas. Porque como dijo Cicerón: para ser libre hay que ser esclavo de la ley.